martes, 1 de junio de 2010

Crítica Alcalá de Henares


Es el de Thomas Bernhard un teatro difícil, -como su narrativa-, denso, torturado, con personajes en la frontera de la demencia, lúcidos intérpretes de la extrema decadencia intelectual y moral de la sociedad europea contemporánea, aherrojados a sus prejuicios de clase y aquejados de lo que con atinada expresión definiera Freud como “el malestar de la cultura”.


Como Ritter, Dene, Voss, la obra que comentamos indaga también en las relaciones de parentesco, en particular a cerca de la soportabilidad de la vida en común de los miembros de una misma familia, “esa amputación siempre abyecta del espíritu” (según el propio Bernhard). En esta ocasión, son padre e hija; ella es una diva de la ópera, una soprano especializada en el papel de Reina de la Noche, personaje de La Flauta Mágica, de Mozart, fría e indiferente; él un anciano enfermo, alcohólico, irascible y despótico. Entre ambos y sus turbulentas relaciones de dominio está el doctor, un médico forense, desequilibrado y dominado por su soberbia intelectual; en su papel se solapan dos discursos: el de la crítica de la cultura y su obsesión por la muerte, que se traduce en interminables y pormenorizadas descripciones de la técnica y práctica de la autopsia. Los tres desprecian por igual al público y a la crítica, a quienes tildan de ignorantes; paradójicamente ellos mismos se reconocen y declaran víctimas de la inteligencia -que no dudan en calificar de “tortura”- transmitiendo la impresión de que el mundo estuviera gobernado por una lógica implacable que conduciría al hombre a uno de los dos extremos a cual más horrendos: a la ignorancia o a la locura.


La puesta en escena es atinada y reproduce de manera estilizada los dos entornos donde se desarrolla la acción, el recoleto y pulcro interior de un camerino del teatro y el lujoso salón privado del exclusivo restaurante “Los Tres Húsares” donde los protagonistas celebran y paladean el éxito tras la función; vestuario y espacio escénico son fiel reflejo del refinamiento y del lujo del que se han sabido rodear estos seres de inteligencia privilegiada y notable fortuna. Meritoria es, asimismo, la labor de dirección que hace fluido un texto por lo demás denso, enjundioso y pormenorizado hasta la extenuación en las explicaciones del forense. Está muy bien marcado el contraste entre el primer y el segundo cuadro: el nerviosismo y la tensión de los prolegómenos y el tempo más relajado, lento, de la cena, la hora de las confidencias, de la decepción, de la sinceridad. Y notable también el trabajo de los actores; agotador el de Josep Albert para dar vida a ese diletante, locuaz y trastornado Doctor; espléndido el de Ana Caleya -familiarizada ya con el teatro de Bernhard-, que hace un trabajo antológico como desequilibrada e histérica prima donna; su pose hiperbólicamente afectada, sus ataques de nervios, sus aspavientos y su mirada gélida, ora escrutadora y desafiante, ora extraviada y absorta traducen un universo interior turbulento, caprichoso y enfermo.

Gordon Craig.

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